La evidencia de los hechos deja claro que desde el Concilio Vaticano II, el "humo de Satanás", del que hablaba Pablo VI, penetró en la Iglesia en proporciones impensables que se extendieron día a día, con la terrible fuerza de expansión de los gases. Para escándalo de innumerables almas, el Cuerpo Místico de Nuestro Señor Jesucristo entró en el siniestro proceso de, por así decirlo, auto demolición, al que aludió el mismo Pontífice en una Alocución del 7 de diciembre de 1968.
La historia narra los innumerables dramas que sufrió la Santa Iglesia Católica, Apostólica y Romana en los veinte siglos de su existencia. Oposiciones que germinaron fuera de Ella y que intentaron destruirla. Tumores formados dentro de Ella, extirpados sin embargo por la misma Esposa de Cristo; pero que, aun entonces de afuera hacia adentro, trataron de destruirla con ferocidad.
Sin embargo, ¿cuándo ha visto la historia, antes de nuestros días, un intento de derrumbar la Iglesia, ya no articulado por un adversario, sino calificado como una especie de auto demolición en un altísimo pronunciamiento de repercusión mundial?
La actitud normal de un católico al ver a la Iglesia, su Madre, atravesar esta crisis debe ser sobre todo, de profunda tristeza, porque es lamentable que así sea. Es un peligro para innumerables almas que la Iglesia se vea afligida por tal crisis. Y por eso se puede estar seguro de que, cuando Nuestro Señor desde lo alto de la cruz vio todos los pecados que se iban a cometer contra la obra de la Redención que Él realizó de manera tan profundamente dolorosa, sufrió enormemente en vista de tales pecados cometidos en nuestros días.
Y evidentemente todos estos pecados produjeron sufrimientos verdaderamente indecibles en el Sapiencial e Inmaculado Corazón de María, que latía de dolor en el pecho de la Santísima Virgen, mientras Ella permaneció junto a la Cruz.
Considerando lo mucho que Nuestro Señor y Su Santísima Madre han sufrido por lo que ahora está sucediendo, es imposible no desanimarse mucho más que en cualquier Viernes Santo anterior, porque quizás, este es uno de los puntos más agudos de la Pasión. y que se muestra en toda su fealdad, en las circunstancias actuales de la vida de la Iglesia .
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El hombre contemporáneo es un adorador del placer, de la alegría, de la diversión y tiene horror al sufrimiento .
Ahora, estamos aquí en presencia de una dolencia muy aguda. Se puede comprender pues, aunque tal actitud no sea justificable, la posición de tantas almas que evitan pensar en ello y considerar profundamente lo que está pasando para no sufrir en unión con Nuestro Señor esta trágica situación, como trágica fue la Pasión.
Ante el drama en que se encuentra la Santa Iglesia, muchas almas buscan pues, asumir una posición de indiferencia, similar a la de muchos contemporáneos de Nuestro Señor que creían que Él era Hombre-Dios, pero que durante el vía crucis, al verlo pasar, en lugar de sentir pena por sus atroces sufrimientos, pensaron que era mejor no considerarlos, sino pensar en otras cosas.
Y aquí está la prueba: Nuestro Señor predicó maravillas y obró milagros portentosos que debieron impresionar al menos a una parte considerable de las personas que lo rodeaban. No sería concebible que esta parte, santamente impresionada, se hubiera quedado en una actitud tan quieta e inerte frente a lo que estaba pasando. Y que la única persona que hizo algo por el Redentor durante la parte inicial del Vía Crucis, fue la Verónica con su velo sobre el que se estampó más tarde el sagrado rostro del Salvador. En verdad nadie más tomó tal actitud excepto ella.
Las santas mujeres y Nuestra Señora acompañaron a Nuestro Señor en su penoso recorrido rumbo al Calvario. La Santísima Virgen está por encima de todo elogio. Las santas mujeres que la acompañaron merecen un elogio que comparte la alabanza a la que tiene derecho Nuestra Señora. Pero aparte de ellas, no encontramos sino pura inercia.
Con motivo de la Semana Santa, lo que más debemos pedir a la Virgen es que nos libere de este estado de ánimo, de esta mentalidad .
Si nuestro Redentor sufre, yo debo querer sufrir lo que le atormenta. Y lo sufriré meditando en Sus dolores. Este es mi deber dada la unión que Él misericordiosamente se ha dignado establecer entre Él y yo. Y lo que no es esto no puede ser sino descrito como abominable.
Los días que vivimos son de gravedad, de tristeza, pero en el último filo del horizonte aparece un gozo incomparablemente mayor que cualquier gozo terrenal: la promesa de un sol que nacerá, esto es, el Reino de María anunciado en 1917 por Nuestra Señora en Fátima.
Plinio Correa de Oliveira
25 de febrero de 1994
Fuente:
pliniocorreadeoliveira.info
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