Columna de la Inmaculada Concepción en Roma. En el centro a la izquierda, retrato fotográfico del Papa Bienaventurado Pío IX |
La definición del dogma de la Inmaculada Concepción encerraba dos notas particularmente contrarrevolucionarias.
Como sabemos, el dogma enseña que la Madre de Dios fue concebida sin pecado original, desde el primer momento de su existencia. Lo que significa que nunca tuvo mancha alguna de pecado original. La ley inflexible por la cual todos los descendientes de Adán y Eva, hasta el fin del mundo, tendrían pecado original, quedó suspendida respecto de la Santísima Virgen y naturalmente respecto de la humanidad santísima de Nuestro Señor Jesucristo.
Por tanto, la Virgen no quedó sujeta a las miserias a las que están sujetos los hombres. No quedó sujeta a los malos impulsos, a las malas inclinaciones, a las malas tendencias que tienen los hombres. Todo en Ella discurría armoniosamente hacia la verdad y el bien; todo en Ella era el movimiento continuo hacia Dios. Ella fue el ejemplo perfecto de libertad, en este sentido de la palabra, que todo lo que la razón, iluminada por la fe, le indicaba, Ella lo deseaba plenamente y no encontraba en sí misma ningún tipo de obstáculo interior.
La gracia en Ella se acumulada; estaba llena de gracia. De modo que el ímpetu con el que todo su ser se volvía hacia todo lo verdadero, hacia todo lo bueno, era verdaderamente indescriptible.
Ahora bien, definir que una mera criatura humana como María Santísima, – Nuestro Señor Jesucristo no era una mera criatura humana, era la naturaleza humana unida a la naturaleza divina formando una sola persona – que una mera criatura como Ella, tuviese este privilegio extraordinario, era algo fundamentalmente anti igualitario. Y definir eso como dogma, significaba definir una tal desigualdad en la obra de Dios, una tal superioridad de la Virgen sobre todos los demás seres, lo que evidentemente haría espumar de odio a todos los espíritus igualitarios.
Pero había una razón aún más profunda por la que la Revolución anticristiana odiaba este dogma, y era que siendo el revolucionario amante del mal, simpatizante del mal, se alegra cuando encuentra en alguien un vestigio de mal; por el contrario, siente malestar delante de una persona en la que no percibe un rastro de maldad. Como es malo, siente simpatía por lo malo y trata de encontrar lo malo en todo. Ahora bien, la idea de que un ser pueda ser tan excelentemente bueno, tan excelentemente santo, desde el primer momento de su existencia, obviamente provocaría odio en un revolucionario.
Consideremos a un individuo perdido en la impureza, convertido en un verdadero cerdo. Él siente las inclinaciones impuras que lo llevan a todas partes, y naturalmente siente la vergüenza, la depresión que estas inclinaciones le provocan, sobre todo porque son hechas con su consentimiento y terminó cediendo a ellas. Evidentemente se siente todo deteriorado por las concesiones que le hizo a la impureza.
Imaginemos a un hombre así, pensando en María Santísima, quien no tenía apetito de impureza, que estaba enteramente hecha de la pureza más trascendental: evidentemente él siente un odio, una antipatía, porque siente su orgullo aplastado por la pureza inmaculada de aquella en quien está pensando.
Entonces, definir tal ausencia de orgullo, tal ausencia de sensualidad, tal ausencia de cualquier deseo de revolución en este ser privilegiado, significaba afirmar que la Revolución fue objeto de tal repudio por parte de Ella, y entendemos que es algo que tiene que doler y provocar odio a los revolucionarios.
Dentro de la Iglesia siempre hubo dos corrientes en relación a la Inmaculada Concepción. Una, que la combatió, y otra favorable a ella. Naturalmente, sería una exageración decir que todos quienes lucharon contra la Inmaculada Concepción lo hicieron porque estaban llevados por impulsos revolucionarios, pero lo que sí es un hecho es que todo aquel que se dejó llevar por impulsos revolucionarios, luchó contra la Inmaculada Concepción. En cambio, es cierto que todos los que lucharon a favor de la Inmaculada Concepción, pidiendo su proclamación como dogma, demostraron tener, al menos en ese punto, una mentalidad contrarrevolucionaria.
Por tanto, y de alguna forma, la lucha de la Revolución y la Contrarrevolución estuvo presente en la lucha entre estas dos corrientes teológicas. Y así podemos entender que en un momento en que la Revolución ya comenzaba a incendiar el mundo, hubo quienes se indignaron por la definición de dogma.
Pero aún, había otra razón que hacía que la definición de este dogma resultase odiosa para los liberales. El dogma de la Infalibilidad Papal aún no había sido definido, y había una corriente en la Iglesia que sostenía que el Papa mismo no era infalible, lo era sólo cuando definía algún dogma asistido por un Concilio. Ante esto Pío IX, simplemente consultó a una serie de teólogos, luego consultó a todos los obispos del mundo y finalmente, por su propia autoridad y haciendo uso de la Infalibilidad Papal, aún definida como dogma, declaró a la Inmaculada Concepción como dogma de la Iglesia Católica.
"Qué estupor del mundo impío, qué sarcasmo para el Papa que, en el momento en que se abrían los abismos ante sus pasos de rey temporal, se entregaba a cuestiones de pura teología. Pero antes que rey, el Papa es un teólogo, y cuando pronunciaba aquellas memorables palabras que llenaban la cúpula de San Pedro, la proclamación del dogma de la Inmaculada Concepción, un rayo de sol que entraba por una ventana abierta iluminaba su rostro, resplandeciente como la de Moisés en las alturas del Sinaí. El cañón del Castel Sant’Angelo tronaba, como en sus mejores días; los interminables campanarios de Roma proclamaban la noticia y Roma se iluminaba aquella noche y miles de ciudades del mundo la imitaron, y millones de almas celebraban la gloria de María, en quien Dios puso la plenitud de todos los bienes, según la tierna palabras de San Bernardo, de tal modo que si hay en nosotros alguna esperanza, algún favor, alguna salvación, sepamos que nos viene de María, porque esa es la voluntad [de Dios] que quiso que todo lo tengamos por María".
El Papa Pío IX, proclamando el dogma de la Inmaculada Concepción de la Santísima Virgen, el 8 de diciembre de 1854 |
Obviamente esto representaba para todo teólogo liberal, una especie de petición de principios, pues, si no estaba definido que el Papa podía definirlo, ¿Cómo entonces iba a definirlo? Definiéndolo, Pío IX afirmaba contrariamente que poseía la Infalibilidad Papal.
Esto provocó un estallido de indignación en el mundo revolucionario. Pero también un enorme entusiasmo en el mundo contrarrevolucionario. Entonces, las niñas bautizadas con el nombre de Concepción comenzaron a aparecer por todas partes, precisamente en alabanza del nuevo dogma. De ahí, una serie de Concepciones que se han ido multiplicando a lo largo del tiempo, cuyo nombre completo era Inmaculada Concepción de tal, y que era la afirmación de que los padres consagraron a aquella niña a la Inmaculada Concepción de la Santísima Virgen.
Pío IX, –muy diferente a quien luego lo sucedió–, llevó las cosas a tal punto, que durante su pontificado hizo lo siguiente y que pude verlo en Suiza: la capital del protestantismo europeo fue la ciudad de Ginebra, Suiza, y que era el foco de todo el protestantismo, o el foco de irradiación de quizás la forma más execrable de protestantismo, que fue el calvinismo.
Debido a cambios en la legislación suiza, se permitió la construcción de una catedral católica en la ciudad de Ginebra durante la época de Pío IX, quien cuando se enteró de esto, mandó avisar que enviaría como presente una imagen de la Inmaculada Concepción para ser colocada en el centro de Ginebra, para así afirmar y proclamar este dogma que los calvinistas, luteranos y todos los demás protestantes odiaban más que nada. Pío IX lideró así la lucha contra la Revolución durante su época y durante su pontificado.
Vale la pena contar aquí hecho muy significativo: Pío IX se encontraba en una situación política terrible; los ejércitos de Garibaldi amenazaban cada vez más a los Estados Pontificios, de los cuales el Papa era rey, pera un rey cuyo poder temporal estaba siendo socavado, por lo que los liberales se burlaban de él diciendo: ¿Qué rey Papa es este? ¡Qué Papa más tonto! Está perdiendo sus tierras y se preocupa por definir dogmas. Pío IX permaneció imperturbable, definió el dogma, y una explosión de entusiasmo universal siguió a la definición del dogma.
Pero él fue más allá. En 1870, cuando los Estados Pontificios estaban a punto de caer, convocó el Concilio Vaticano I y durante éste, definió el dogma de la Infalibilidad Papal.
Cuentan que aquello fue una verdadera belleza. Que cuando el Papa se levantó para definir el dogma, se desató una tormenta con truenos y relámpagos sobre la Iglesia de San Pedro; se diría que se desataron todos los elementos de odio del infierno, convulsionando la naturaleza. Podemos imaginar a este Papa, que muchos dicen que era un santo –y no tengo ninguna dificultad en admitirlo–, de pie, en medio de un relámpago atronador, definiendo la infalibilidad del papado.
¿Qué sucedió luego? Días después de que se definiera la infalibilidad papal, las tropas francesas que protegían al Papa se retiraron de Roma, y las tropas de Garibaldi penetraron en Roma y Pío IX quedó prisionero en el Vaticano. Pero tal fue el prestigio que la Infalibilidad Papal le concedió, tal fue la autoridad que le dio sobre toda la Iglesia, que todos los historiadores dijeron que ni siquiera los Papas de la Edad Media tuvieron mayor poder que él.
Entonces, tenemos entre Pío IX y San Gregorio VII, una analogía. San Gregorio VII obligó al Emperador del Sacro Imperio Romano Germánico a inclinarse ante él pidiendo perdón; Pío IX hizo algo, a mi juicio, más arduo y más extraordinario: obligó a la Revolución a inclinarse ante él, sin pedir perdón, porque la Revolución nunca pide perdón, pero babeando, rugiendo de odio, humillada y aplastada, lo que es más hermoso aún de que hacer que un emperador pida perdón.
Y fue así, en este ambiente de victoria, que el gran Papa Pío IX, prisionero, pero más señor que todos sus predecesores, más señor de la Cristiandad y de la Iglesia Universal, entregó su hermosa alma a Dios.
Estas consideraciones, queridos amigos, nos llevan a otra que siempre es interesante, y es el papel de la TFP – Tradición Familia Propiedad – frente al papado. Podemos ver claramente que el papado es el pilar del mundo, es el pilar de la Iglesia, es el fuego que irradia toda verdad. Cuando un miembro de la TFP oye hablar del papado no puede evitar sentirse lleno de entusiasmo desde la cabeza hasta las plantas de los pies. No hay nada en el mundo que le guste tanto a un miembro de la TFP como el papado, y la razón por la que le gustan todas las demás cosas es porque se ajustan al papado, a las doctrinas de los papas.
Notas:
Artículo extraído de pliniocorreadeoliveira.info y traducido por este blog
El articulo original, titulado O caráter fundamentalmente contra-revolucionário do Dogma da Imaculada Conceição, corresponde a la transcripción de una conferencia de Plínio Corrêa de Oliveira, realizada en São Paulo, Brasil, el 15 de junio de 1973
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