En pocos meses el coronavirus ha contagiado a más de cinco millones de personas, causando más de 300 000 muertos en 196 países y territorios. Esta pandemia inesperada y descontrolada no sólo ha provocado muertes, sino que ha acarreado trastornos sociales y generado diversas formas de pánico en la sociedad. Más todavía que el miedo a la enfermedad se ha extendido el miedo al futuro, generando frustración y rabia hacia unos acontecimientos que han alterado todas las costumbres. Así, si para algunos la época del coronavirus ha supuesto un tiempo de oración y recogimiento, para muchos otros lo ha sido de pesar e inquietud.
En el trasfondo de la confusion que impera a nivel general, tenemos a dos ciudades que continúan enfrentadas a lo largo de la historia: la Civitas Dei y la Civitas diabuli. Son las dos ciudades de las que habla San Agustín: «La una, sociedad de los hombres que viven la religión; la otra, de los impíos; cada una con los ángeles propios, en los que prevaleció el amor de Dios o el amor de sí mismos» (La ciudad de Dios, libro XIV, cap.13,1).
San Agustín, las dos ciudades. Ofelia Trejo |
Pío XII nos recuerda esta lucha a muerte con palabras elocuentes en su discurso a los varones de Acción Católica del 12 de octubre de 1952: «No os preguntéis quién es el enemigo ni cómo viste. Se encuentra en todas partes, en medio de todos; sabe ser violento y ser astuto. En los últimos siglos ha intentado causar la disgregación intelectual, moral y social del misterioso Cuerpo de Cristo. Quiere la naturaleza sin la gracia; la razón sin la fe; la libertad sin la autoridad; y a veces la autoridad sin la libertad. Es un enemigo cada vez más concreto, con una falta de escrúpulos que no deja de sorprender: Cristo sí, Iglesia no. Más tarde: Dios sí, Cristo no. Y por último el impío clamor: Dios ha muerto. Peor aún: Dios nunca ha existido. He ahí el intento de edificar la estructura del mundo sobre cimientos que no logramos identificar como principales responsables del peligro que se cierne sobre la humanidad: una economía que prescinde de Dios, un derecho que prescinde de Dios, una política que no tiene en cuenta a Dios».
Invocando las enseñanzas de los papas, la escuela de pensamiento contrarrevolucionaria ha dado a ese terrible enemigo el nombre de Revolución: se trata de un proceso histórico multisecular que tiene por objeto acabar con la Iglesia y con la Civilización cristiana. Los agentes de la Revolución son todas las fuerzas secretas que se ocupan pública o encubiertamente con miras a alcanzar el fin mencionado. Los contrarrevolucionarios son quienes se oponen a dicho proceso de disolución y se esfuerzan en pro de la instauración de la Civilización cristiana, única civilización digna de tal nombre, como recuerda San Pío X (Encíclica Il fermo proposito del 11 de junio de 1905).
El enfrentamiento entre revolucionarios y contrarrevolucionarios no se ha interrumpido en los tiempos del coronavirus. Es lógico que cada uno de ambos bandos trate de sacar el máximo partido a la situación. Ahora bien, la existencia de inquietantes maniobras destinadas a sacar provecho no significa que la Revolución esté consiguiendo manejar la situación.
Tedros y Xi Jiping |
A esto sumemos los problemas económicos y sociales, y los igualmente graves, de orden psicológico y moral, fruto del prolongado confinamiento que últimamente varios gobiernos han decidido ponerle fin, dejando en serios problemas la continuidad de los planes revolucionarios, que sin embargo, no han encontrado resistencia en la Iglesia católica, tras suprimirle su plena libertad para celebrar ceremonias religiosas, pues le fueron cerrados sus templos y suspendidas sus misas. En muchos lugares por tiempo indefinido.
Dios es el autor de todo excepto el pecado, y lo hace todo con una sabiduría perfecta.
San Carlos Borromeo nos recuerda que «entre todos los correctivos que nos manda Su Divina Majestad suele atribuírsele de una manera más particular a su mano el de la pestilencia», y explica dicho principio poniendo como ejemplo a David, el rey pecador, a quien Dios dio a elegir castigo entre la peste, la guerra y el hambre. David escogió la primera con estas palabras: «Melius est ut incidam in manus Domini, quam in manus hominum». Más cuenta me tiene caer en manos del Señor que en manos de los hombres. Por eso, concluye San Carlos, «entre la guerra y el hambre se atribuye de manera muy especial la peste a la mano de Dios» (Memoriale ai Milanesi di Carlo Borromeo, Giordano Editore, Milán 1965, p. 34).
Por tanto, la humanidad conciente de su alejamiento de Dios como nunca en la historia, debería conformarse a la voluntad del Creador, aún mas cuando también en tiempos de calamidad pública y agitación social, Dios nos protege y asiste, y debemos implorar su protección con imperturbable tranquilidad de ánimo.
«Debemos conformarnos a la voluntad de Dios –dice un gran autor espiritual, el padre Jean-Baptiste Saint Jure– en todas las calamidades públicas, como la guerra, la escasez y la peste; reverenciar y adorar sus juicios con profunda humildad y, por rigurosos que nos parezcan, creer con firme certeza que este Dios de absoluta bondad no nos mandaría semejantes azotes si de ellos no se derivasen grandes bienes» (La Divine Providence, Editions Saint-Paul, Versalles 1998, p. 64 ).
Todos los cabellos de nuestra cabeza están contados (Mt.10,30), y ni uno solo caerá si no es la voluntad de Dios (Lc. 21,18). No nos podrá sobrevenir mal alguno que no sea querido o permitido por Él.
Todos los cabellos de nuestra cabeza están contados (Mt.10,30), y ni uno solo caerá si no es la voluntad de Dios (Lc. 21,18). No nos podrá sobrevenir mal alguno que no sea querido o permitido por Él.
«¡Total imperturbabilidad! Ése es el verdadero estado de ánimo del cristiano», dice el P. Francesco Pollien (Cristianesimo vissuto, Edizioni Fiducia, Roma 2017, p. 121). Nada turba, nada altera, nada interrumpe la paz cristiana, sea en la alegría o el dolor, en el éxito o en la adversidad. Para el cristiano, una sola cosa tiene valor: la voluntad de Dios. El hombre inquieto es el que ha perdido la serenidad de ánimo, y por eso no tiene paz.
Hemos sido testigos de ello en estos días de coronavirus. El hombre inquieto es el que ve en la epidemia un enemigo invisible y enigmático que pone en peligro su futuro. El hombre inquieto percibe un peligro que lo amenaza, un peligro imprevisto del que no sabe defenderse y que dará lugar a nuevas desgracias, como si Dios no fuera capaz de encaminar todo mal al bien. El hombre inquieto ve en la calamidad pública la conspiración de los hombres pero no ve la mano de Dios, y el Demonio impulsa al hombre a la agitación para sustraerlo a la acción divina y convertirlo en presa de las iniciativas humanas.
Todos polemizan sobre cuál será la mejor opción, si morir de coronavirus o de hambre. Quienes quieren evitar la muerte por coronavirus defienden las drásticas medidas de los Gobiernos para tutelar la salud de los ciudadanos; quienes temen morir de hambre por el hundimiento económico de la sociedad quieren eliminar esas medidas restrictivas para relanzar la economía. El dilema está entre una cuarentena que salvaguarda la salud perjudicando la economía y una liberalización de movimientos que beneficia la economía pero pone en riesgo la salud. Pero el remedio no está en buscar una solución intermedia entre ambas posturas sino en cambiar totalmente la disyuntiva. Deberíamos preguntarnos si preferimos morir poniendo a Dios en cuarentena o vivir restituyéndolo al lugar que le corresponde en la sociedad.
Poner a Dios en cuarentena significa cerrar las iglesias, suprimir las misas y eliminar todo respeto y reverencia al Santísimo Sacramento.
Poner a Dios en cuarentena significa cerrar las iglesias, suprimir las misas y eliminar todo respeto y reverencia al Santísimo Sacramento.
Restituir a Dios al lugar que le corresponde en la sociedad, significa tributarle el culto que le es debido, y hacerlo en total libertad. Pero ante todo significa no olvidar que Dios tiene prioridad absoluta. Tiene preferencia sobre nuestra vida física y debe ocupar el primer puesto en las ideas, las leyes y las costumbres. De lo contrario, el mundo se sume en el desorden. Dilemas trágicos como tener que optar entre morir de una epidemia o de hambre son la consecuencia de negarse a darle a Dios el lugar que le corresponde en la vida de las personas y de la sociedad.
Entonces, quienes tendrían que hablar ya, y sin perder más tiempo, más que los médicos y los políticos, deberían ser los sacerdotes, los obispos, la Autoridad de la Iglesia. Sin embargo, asombrosamente, la imagen que han proyectado durante este tiempo de calamidad, la mayoría de los obispos, ha sido la de hombres abatidos y deprimidos, incapaces de hacer frente a la catástrofe con las armas espirituales de que disponen. El estamento eclesiástico, a falta de serios estudios teológicos y de auténtica vida espiritual, ha demostrado ser tan incompetente como el político para orientar a su grey en las actuales tinieblas.
¿Por tanto, qué deben hacer en una situación así los contrarrevolucionarios, los fieles a la Tradición, los católicos fervorosos y rebosantes de espíritu apostólico? ¿Qué estrategia deben adoptar ante las maniobras de las fuerzas de las tinieblas?
Por encima de todo, tienen que hacer ver que se está desmoronando un mundo, aquel mundo globalizado que los deformes proyectos de Bill Gates y sus amigos no conseguirán mantener en pie por muchos que se esfuercen. El fin de este mundo, hijo de la Revolución, se anunció hace cien años en Fátima, y el horizonte que se nos presenta no es el momento de la dictadura final del Anticristo, sino el del triunfo irreversible del Corazón Inmaculado de María, precedido de los castigos que Ella anunció si la humanidad no se convertía. Hoy en día, aun entre los mejores católicos, se da una resistencia psicológica a hablar de castigos pero, como advirtió el conde Joseph de Maistre, «el castigo gobierna a toda la humanidad; el castigo la custodia. El castigo vela mientras duermen los centinelas. Y el sabio ve en el castigo la perfección de la justicia» (Veladas de San Petersburgo).
¿Por tanto, qué deben hacer en una situación así los contrarrevolucionarios, los fieles a la Tradición, los católicos fervorosos y rebosantes de espíritu apostólico? ¿Qué estrategia deben adoptar ante las maniobras de las fuerzas de las tinieblas?
Por encima de todo, tienen que hacer ver que se está desmoronando un mundo, aquel mundo globalizado que los deformes proyectos de Bill Gates y sus amigos no conseguirán mantener en pie por muchos que se esfuercen. El fin de este mundo, hijo de la Revolución, se anunció hace cien años en Fátima, y el horizonte que se nos presenta no es el momento de la dictadura final del Anticristo, sino el del triunfo irreversible del Corazón Inmaculado de María, precedido de los castigos que Ella anunció si la humanidad no se convertía. Hoy en día, aun entre los mejores católicos, se da una resistencia psicológica a hablar de castigos pero, como advirtió el conde Joseph de Maistre, «el castigo gobierna a toda la humanidad; el castigo la custodia. El castigo vela mientras duermen los centinelas. Y el sabio ve en el castigo la perfección de la justicia» (Veladas de San Petersburgo).
Roberto de Mattei
(Articulos de su autoría, editados para esta publicación. Las imágenes son de este site).
(Articulos de su autoría, editados para esta publicación. Las imágenes son de este site).
Buen día la prisa la invento el hombre y los tiempos de Dios son exactos encomendarnos mucho a el ya que es nuestro Creador y Salvador
ResponderEliminarEl no abandona a sus criaturas tenemos que abandonarnos en sus benditas manos y confiar mucho en El
Ya que rige a todas las naciones y a toda la humanidad
Ofrecerle nuestras alegrias , dolores, tristeza , etc y dejar que actúe su Santa y Divina Voluntad en cada uno de nosotros
Hay tanto que hacer y cada uno tiene su respectiva tarea desde su trincheras
Confianza , confianza en nuestra Madre, Ella no nos abandona y nos ampara y proteja
Ya que nuestra patria celestial no es la Tierra sino el cielo
Sagrado Corazón en Vos Confió salva al Ecuador y al mundo entero derriba los planes del maligno ahora y siempre
Es hora de Mártires y Santos
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