Iniciativa Apostólica
El Inmaculado Corazón de María triunfará

 





     Hace parte del flujo de gracia de la comunión de los santos no solo el que los fieles puedan rezar unos por otros, sino también ofrecer sufrimientos y expiar de diversas formas pecados ajenos, para volver a Dios propicio hacia esas almas. San Pablo se refiere a esto explícitamente cuando dice: “Ahora me alegro por los padecimientos que soporto por vosotros, y completo en mi carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo, en favor de su Cuerpo, que es la Iglesia” (Col 1:24).

     Estos padecimientos pueden ser de varios tipos morales y físicos. En ambos, puede jugar un papel importante la acción diabólica, permitida por Dios en su sabiduría insondable.

     Consta que es así en las experiencias corroboradas de santos de lo más célebres, como la fundadora de las carmelitas descalzas, Santa Teresa de Jesús (de Ávila), que al rodarse unas escaleras del convento, afirmó que era el demonio que la quería matar; San Juan María Vianney, el santo Cura de Ars, a quien el demonio le prendía fuego en la cama; la venerable Sor Josefa Menéndez, madrileña de la Sociedad del Sagrado Corazón de Jesús, en Poitiers, Francia, en la tercera década del siglo XX, a quien el demonio chamuscaba y trasladaba contra su voluntad a recantos remotos de la casa comunal (sufría estos padecimientos en consecuencia de un pedido habitual de Nuestro Señor: “Josefa, ¿quieres ayudarme a salvar un alma?”); o el Santo Padre Pío, que algunas veces fue agredido físicamente por el demonio, que se le aparecía como un perro furioso.

     El personaje que es materia de este artículo padeció cosas semejantes, una especialmente. Se trata de un padecimiento formidable y, cabe decir, espeluznante, en el que no debemos imaginarnos en nuestro estado ordinario de la economía de la gracia.  En efecto, sin una asistencia de la gracia extraordinaria, totalísimamente fuera de lo común, absolutamente ninguna criatura humana tiene la fortaleza para soportar algo semejante.

     Nos referimos a la Madre Mariana de Jesús Torres, española del siglo XVI, que llegó muy joven con el grupo de fundadoras de Monasterio de la Inmaculada Concepción de Quito, diagonal a la Plaza Grande, y del cual fue varias veces abadesa. La orden había sido fundada por Santa Beatriz da Silva, en Toledo, a inicios de ese siglo.

     El presente relato, basado en una biografía de la religiosa escrita en Quito por el franciscano portugués Manoel de Souza Pereira, comienza con el momento en que una religiosa insubordinada, apodada de “Capitana”, conversaba con el obispo, en un recinto de penitencia del convento.



La Madre Mariana recibe luces místicas sobre el estado de alma de las rebeldes


     Mientras la “Capitana", confinada en la prisión, llena de odio y enloquecida, hablaba al obispo, la Madre Mariana se sentó silenciosamente en una esquina del recinto, desde donde vio unos simios horribles que se acercaban a dicha monja. Sus bocas, ojos y narices vomitaban fuego, vertiéndolo luego en el corazón de la rebelde y en los de sus seguidoras.

     La Madre Mariana veía que esta infeliz alma y varias de sus adeptas se condenarían. Por esto, Nuestro Señor se le apareció, presentándole la manera de salvar a la monja rebelde de las llamas eternas del infierno que bien merecía por sus numerosos pecados y por el daño que repercutiría en la comunidad en los siglos venideros. Para evitar su castigo eterno y salvarla era necesario que la Madre Mariana aceptara sufrir cinco años en el infierno. La heroica santa fundadora lo aceptó, como se verá más adelante.


La Capitana

     Un día, la Madre Valenzuela, elegida nuevamente abadesa, oyó con la Madre Mariana voces que venían de la prisión. La superiora le preguntó qué podía ser aquello.

     “Madre —le respondió la Madre Mariana— esta pobre hermana es una víctima del demonio. Vamos a asistirla y saquémosla al jardín para que no se desespere. Debemos ocuparnos de su alma”.

     Al verlas, la desgraciada criatura comenzó a correr alrededor de la prisión mientras golpeaba su cabeza contra las paredes y gritaba: “¡Estoy muriendo! ¡Estoy muriendo! El demonio va a tomarme!"  Entonces cayó cara en tierra.

     La Madre Mariana, llorando desconsoladamente, se acercó a la monja para levantarla. Sus lágrimas bañaron la cara de la desgraciada criatura, la cual botaba espuma por la boca, fluyéndole sangre de la nariz. Limpiándola, la frotó, procurando hacerla recuperar los sentidos. Entonces le pidió a la Madre Francisca de los Ángeles que fuera a la enfermería por unos remedios.

     La Madre Valenzuela permanecía en la puerta, paralizada por el pánico, por lo que la sierva de Dios, animándola, le dijo: “No se preocupe su reverencia.  ¡Jesús y María están conmigo!”


Exorcismo


     Mientras la santa fundadora esperaba, notó repentinamente a dos criaturas negras agazaparse tímidamente contra una esquina del cuarto, intentando ocultarse de ella. Indignada, las increpó con fuerte voz:

     “Bestias viles y abominables, ¿qué están haciendo aquí? Vuelvan al infierno, que éste es un lugar santo, una casa de oración y de penitencia. Todos sus esfuerzos por arrebatar el alma de mi hermana serán inútiles. Jesucristo murió por ella y, a pesar de ustedes, la salvará. Les ordeno en nombre de los misterios de la Santísima Trinidad, de la Divina Eucaristía, de la Maternidad Divina de María Santísima y de la Asunción gloriosa de su cuerpo y alma al Cielo, que salgan inmediatamente de este santo lugar. Déjenlo, y nunca más vuelvan a atormentar a cualesquiera de mis hermanas con su abominable presencia”.

     Luego de que pronunciara estas palabras, se escuchó un estruendo, la tierra se sacudió, y se oyeron gritos horribles. Entonces, los demonios se marcharon.



Enfermedad y muerte

  
     Al regresar a sus sentidos, la monja enferma estaba muy desconcertada, y seguía empecinada.  Hablaría solamente con la Madre Valenzuela. Pasó una noche terrible, sufriendo las crueldades de su conciencia criminal. Pese a eso, la envidia que sentía hacia la Madre Mariana estaba tan asentada en su corazón, que no podía atreverse a pedirle perdón ni, mucho menos, intentar concebir estima hacia ella.

     A pedido del doctor, la trasladaron a un cuarto en donde podría ser cuidada, debido a que tenía una enfermedad contagiosa y estaba muy mal. Las Madres Mariana y Francisca de los Ángeles la cuidaron con gran amor, dulzura y afecto. Aun así, la enferma las trató groseramente, quejándose por todo.

     A pesar del cuidado y tratamiento propiciado, su condición empeoró hasta el punto en que la muerte era inminente. Sintiéndose morir, gritó en medio de una agitación terrible: “Es muy tarde para mí. No puedo (refiriéndose a la Madre Mariana) apreciarla ni perdonarla. Deseo ser salvada pero no puedo. ¡Oh! ¡Hagan que esas criaturas negras salgan de aquí! ¡Ayúdenme, porque me llevarán!”

     Sin más remedio, se aferró a los brazos de la Madre Mariana. Enseguida, las monjas llamaron a un sacerdote, pero no se confesó. El clérigo se fue entristecido por esta escena de la impenitente moribunda, que poco después daba su último suspiro.

     La Madre Mariana sostenía el cadáver en sus brazos. Sus hermanas y cofundadoras españolas le pidieron que la acostara en la cama, pero la venerable religiosa respondió:

     “Mis Madres y hermanas, ¿tan pronto se olvidan del sacrificio que acepté para salvar esta alma? Roguemos a Dios fervientemente por ella. Ahora está esperando el juicio de Dios. Ya ha cometido todo el mal que ha podido. Ella vivirá otra vez. No se asusten; permanezcan en calma porque se arrepentirá y enmendará sus males por su propia voluntad. Morirá y será salvada más adelante, pero su purgatorio durará hasta el día del juicio final. Esto me lo reveló Nuestro Señor”.

     Al decir esto, el cuerpo de la monja muerta tembló y abrió los ojos. Miraba todo alrededor del cuarto como si buscara a alguien. Entonces, fijando su mirada en la santa fundadora, deseó hablar pero su voz se estrangulaba en un mar de llanto. La angelical Madre Mariana secó las lágrimas con amor maternal y le habló de la confianza en la bondad de Dios. La Capitana finalmente sintió cuánto era amada.

     Después de una confesión general, comenzó lentamente a recuperarse. Era ahora tan dócil como un niño y nunca más deseó estar lejos de su venerable benefactora.


Tenacidad contra los demonios y un sacrificio inmenso para la salvación de un alma


     Tiempo después, Nuestro Señor se le apareció a la Madre Mariana, recordándole que había llegado el tiempo de que pague el precio de la salvación del alma de la Capitana.

     "Esposa y querida mía —le dijo Nuestro Señor—, llegó ya el momento en que debes sufrir por cinco años las penas del infierno que aceptaste con caridad heroica para salvar el alma de tu pobre hermana. Entonces, prepara tu ánimo y templa tu espíritu con el don de fortaleza, que debes pedir con insistencia a mi Divino Espíritu. Desciende al fondo de tu alma y tómala con los brazos de la confianza en mi amorosa bondad; enciérrala en la llaga de mi costado, que fue abierta para en ella asilar a mis almas predilectas, colocándolas bajo el amoroso cuidado de mi hermosa Madre Virgen.

     "Purifica algo más tu alma con la gracia de la absolución que recibirás, con el aumento de fe y humildad, y mañana, después de permanecer contigo en la comunión, luego de que en ti se consuman las especies sacramentales, comenzará tu infierno".



La Madre Mariana entra en el infierno






     El relato de este hecho, nada común en la historia de los santos, recogido por el Padre Manoel de Souza Pereira, es extraordinario, y lo compartimos aquí.

     En la mañana del día siguiente, la Madre Mariana se aproximó a la mesa de los Ángeles para comulgar. Luego de la convivencia sacramental, la despedida, por el largo periodo de cinco años, de la íntima unión y trato familiar que tenía con Dios, a quien amaba con todas sus fuerzas vitales, fue como si se le arrancara el corazón.

     Quería, si le fuese posible, retener a Nuestro Señor Jesucristo por algunos momentos más. Pero su hora había llegado...

     Consumidas las especies sacramentales, la Madre Mariana sintió un fuerte dolor en el corazón, como si se lo arrancaran del pecho, y en ese instante quedó insensible a Dios. Le vino tedio en relación a Él, juntamente con una especie de odio, y una desesperación en la que no se vislumbra la más mínima esperanza. Procuraba reflexionar sobre el heroico sacrificio que había hecho en favor de la salvación de aquella alma, pero, en vez de encontrar alivio, lo que sentía era rabia, desesperación y total desconfianza en Dios. Quería recordar que el Divino Corazón la amó hasta entregarse por ella a crueles tormentos y a humillaciones infinitas, pero lo que sentía sobre sí era el peso de la Sangre de Dios derramada en vano por un alma condenada.

     Traía a su mente, también, todos los sublimes misterios de Dios humanado, de su Virgen Madre, pura e inmaculada desde su concepción, pero estos recuerdos constituían para ella una fuente incesante de rabia y desesperación; ella se sentía una hija de la Inmaculada Concepción que ahora estaba condenada.

     La noción de cinco años se desvanecía de su mente, y por delante no conseguía discernir sino una eternidad de aflicción. Quería animarse pensando que algún día terminaría su infierno, pero escuchaba voces roncas y terribles que le decían desacompasadamente: "Eternidad… Eternidad... Para siempre…  Para siempre...  ¡En el infierno, nula es la Redención! Monja que desperdició el tiempo, que disipó innumerables gracias, merece tormentos inauditos y el más terrible padecimiento de la pena de perdición..."

     Los terribles castigos de los cincos sentidos recaían sobre la Madre Mariana. Su cuerpo era como una brasa viva que ardía sin consumirse, en medio de dolores incomparables e indecibles. Del calor, pasaba inmediatamente a un frío imposible de expresar o describir, mucho más intenso que si estuviese enterrada bajo una montaña de nieve. Su respiración era oprimida por un peso inmenso que llegaba ora por el fuego, ora por la nieve.

     Delante de sus ojos aparecían horribles visiones infernales; sus oídos eran fustigados atrozmente con las blasfemias de los condenados y de los demonios; le inundaban el olfato olores repugnantes, más intensos que si tuviera encima las inmundicias de toda la humanidad; el tacto era atormentado en un como lecho en que ella parecía estar postrada, y que era duro, con la dureza del infierno, y lleno de puntas agudas que la punzaban hasta las entrañas; y el paladar era torturado por un sabor horrible, completamente desconocido para ella, además del azufre derretido que, a la fuerza, los demonios le hacían tragar, dándole duros golpes que le abrían el cerebro, removiéndole los sesos, e incitándola a la rabia, a la desesperación y a la blasfemia. Sin embargo, durante ese tiempo, nunca abrió sus labios para pronunciar siquiera una sola palabra que dejara transparentar sus amarguras delante de su comunidad. Sólo lo sabía su director espiritual.

     Su memoria era afligida por el recuerdo de las gracias recibidas de la amorosa bondad de Dios y de María Santísima, a quien, en medio de su prueba, parecía haber perdido para siempre. Le causaba también horror el recuerdo de la gracia de la vocación religiosa y de la vida monástica, en la que había sufrido grandes padecimientos pero que, comparados con los que la atormentaban, le parecían verdaderos gozos, ya que en la primera situación podía amar a Dios, lo que ya no podía en la circunstancia en que se encontraba ahora.

     Su entendimiento comprendía perfectamente, y con mayor claridad, lo que eran Dios y María Santísima, así como el Cielo y el éxtasis eterno en el que viven los bienaventurados. Pero sentía que para ella, definitivamente, estaba todo acabado, sin ninguna esperanza de poseerlos.

     Su voluntad ya no tenía libertad para hacer el mal o preferir la práctica del bien, como cuando estaba en su vida mortal, pues ahora estaba cautiva y presa, sufriendo los rigores de la justicia divina. Quería acudir a la misericordia pero, en el fondo, su alma atormentada oía ecos que le decían: "Ya es tarde. Todo terminó. Ahora sólo te queda el castigo eterno. La justicia vengadora pesa sobre ti. ¡Oh, infierno!... ¡Oh, eternidad!..."

     Y ella se decía: "¡Oh, tiempo malogrado! Ahora veo que erré el camino de la verdad".

     La Madre Mariana cargaba sobre sí todos los pecados de su hermana religiosa, por quien sufría como si fuesen pecados suyos que la atormentaban con su peso y su recuerdo, sin que hubiera esperanza de alivio, menos aún de perdón, pues veía a Dios irritado y disgustado con ella, mientras María Santísima le demostraba indiferencia, así como su Padre Seráfico San Francisco de Asís, su Madre Fundadora [Santa Beatriz da Silva] y todos sus amigos celestiales.

     Ella estaba convencida de que el castigo era justo por ser tantos los pecados de su hermana, y que debía expiarlos. Sin embargo, el pensamiento de que era un alma amada de Dios y de que la razón de sufrir por el espacio de cinco años era el haberse sacrificado heroicamente para salvar un alma hermana, escapaba de su mente, y sólo le quedaba la idea de que estaba condenada para siempre. Esas sombras tan tétricas que le inundaban todo su espíritu eran lo que constituía su mayor infierno.

     Quería amar a Dios, elevarse hasta Él, pero se sentía rechazada. Miraba hacia Dios, y contemplando su infinita hermosura, que había perdido para siempre, entraba en una desesperación tan angustiante, que le venía la idea de acabar consigo. Pero como el alma es inmortal, eso la llenaba de un furor tanto más desesperante, que hacía un infierno así algo simplemente incomprensible e inexplicable. En una palabra, no había para esa sufrida criatura el menor consuelo, la menor tregua en su dolor, ni ninguna forma de alivio, físico o moral.

     Todas las criaturas constituían para ella fuente de gran tormento. Los cuidados y atenciones que le brindaban su abadesa y las demás religiosas, le aumentaban los sufrimientos. Se consideraba sola e irremediablemente perdida. Aún más, vivía y respiraba una atmósfera de odio.

     Todos los tormentos que aquí dejo descritos, y tantos otros más que esta santa criatura padeció en ese entonces, los sufrió de día y de noche, a toda hora, en todo tiempo y lugar.

     Durante ese período de dura expiación, ella fue un ejemplo de dulzura, mansedumbre y estricta observancia de la Regla del convento. Grave [seria y solemne], digna y dulcemente amable, las religiosas tenían en ella un espejo en el cual mirarse y un modelo a imitar. Atraía el afecto y las miradas del convento. Manifestaba en su semblante una mortal y terrible tristeza, pero nadie se atrevía a preguntarle el motivo de su dolor.

     La única muestra exterior de sus sufrimientos en el infierno era que sus mejillas, normalmente atractivas y sanas, realzando su belleza natural, perdieron su color y se pusieron pálidas en extremo. Era ella como un cadáver que deambulaba.





Muerte de la Capitana


     Cinco años más adelante, mientras rezaba, la Madre Mariana gritó fuertemente y cayó como si hubiera muerto. Permaneció mucho tiempo inconsciente. Finalmente, suspirando de manera profunda, abrió los ojos, que estaban llenos de lágrimas de alivio. Su infierno había terminado, y gradualmente fue recuperando su salud y hermoso color.

     No pasó mucho tiempo de esto cuando la Capitana cayó enferma y, acercándose su fin, confesó todos sus pecados y murió tranquilamente, asistida por la Santa Madre Iglesia.

     La Madre Mariana de Jesús contempló el juicio de la monja, a quien le fue mostrado que su salvación se debía a los cinco años que su benefactora estuvo en el infierno. La Capitana llevó consigo a la eternidad esta gratitud inmensa. En el purgatorio, su benefactora la ayudó mucho, ya que no dejó de rezar nunca por ella. Después de la muerte de la Madre Mariana, esta alma del purgatorio fue olvidada gradualmente.


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