Muchos fueron los comentarios de carácter litúrgico y piadoso que se hicieron de la Fiesta de la Inmaculada Concepción. En medio de esto, una de las reflexiones que el asunto suscita, quedó completamente de lado. Cabe recordarla, porque ella conserva hoy una actualidad palpitante.
No es fácil para quien vive en nuestros días, tener una idea de la devastación que el racionalismo y el modernismo hicieron en la sociedad europea y americana en el transcurso del siglo XIX.
El espíritu humano, profundamente trabajado por los materialistas y por los revolucionarios de todos los matices, sentía dentro de sí una rebelión ardiente contra lo sobrenatural, que lo llevaba a rechazar todo cuanto no pudiese estar directamente bajo la acción y control de los sentidos. Por esto, todas las religiones, y principalmente la católica, en la cual lo sobrenatural se verifica de forma visible y auténtica, fueron como que puestas en cuarentena por la opinión pública. Y todos los espíritus procuraban, en la medida de lo posible, liberarse de la creencia de un orden de fenómenos que no se encuadrase rigurosamente dentro de las leyes de la naturaleza.
Siendo más claro, tal vez nueve décimos de la opinión europea estaba impregnada de racionalismo y de modernismo. Evidentemente, esa contaminación no era igualmente extensa ni igualmente profunda en todos los espíritus. Entonces, más visibles en unos, menos en otros, ella se había insinuado de tal manera que incluso entre los católicos legos de los más eminentes, se podía notar una y otra infiltración de aquellas formas de herejías.
Cuatro eran las posesiones principales tomadas por la opinión pública frente a la gran crisis religiosa de la época:
1- aquellos, que corroídos a fondo por el virus racionalista y modernista, habían sido atraídos a los extremos de la irreligiosidad, esto es el ateísmo radical seguido de un anticlericalismo militante y no raras veces sanguinario;
2- aquellos, que sin tener el coraje de romper con toda y cualquier convicción religiosa, estaban explícitamente colocados fuera de la Iglesia, admitiendo tan solamente un espiritualismo o un cristianismo vago, bastante acomodado a los principios modernistas y racionalistas;
3- aquellos, que sin tener el coraje de romper con la iglesia, ni con el espíritu del siglo, se reconocían católicos, pero sostenían su derecho de profesar, en uno u otro punto, doctrinas contrarias a las de la iglesia;
4- aquellos, que sin tener el coraje de sostener que divergían de la iglesia, y mucho menos de separarse de ella, intentaban sin embargo, interpretar capciosamente la doctrina católica, para alterarle en algunos puntos el contenido auténtico y tradicional, y acomodarla con los errores de la época.
A decir la verdad, los que estaban enteramente fuera de esta clasificación, los que habían roto por entero con el espíritu del siglo y que se conservaban sin ninguna influencia de racionalismo o de modernismo, eran tan pocos, que podían ser contados con los dedos, en las filas del laicado, especialmente en los círculos intelectuales y sociales elevados.
El aspecto que la Iglesia presentaba, era entonces la de un inmenso edificio que se desmorona en pedazos. De sus millones de hijos, poquísimos conservaban su espíritu auténtico. Casi en su totalidad, ellos conservaron apenas rastros de Fe, como el horizonte del crepúsculo que conserva rastros de luz, evidencia de un día que está llegando a su fin. Y la noche absoluta no habría de tardar.
En vista de esto, ¿Cómo debería actuar la Santa Iglesia?
Las opiniones estaban divididas y efectivamente, el asunto era de los más delicados.
Por un lado, una reacción clara y definida habría de generar una inmensa opinión, arrastrando hacia la herejía explicita y categórica, muchos espíritus que aún se sentían unidos, más o menos, a la Iglesia Católica. Por otro lado, si no se opusiese un dique formal y categórico a la ola de la herejía que iba subiendo, sería inevitable que, tarde o temprano, los desastres asumiesen proporciones tales, que la Iglesia llegase a conocer los más tristes y más angustiosos días de su existencia.
Pio IX optó por un gesto de energía, y resolvió convocar el Concilio Vaticano a fin de estudiar y decidir sobre la infalibilidad papal y el dogma de la Inmaculada Concepción. Con un gran gesto de audacia la Iglesia enfrentaba el espíritu del siglo, en un desafío que parecía loco. Realmente, hablar de dogmas en aquella época, ya era una temeridad. Definir dogmas nuevos, temeridad mayor. Y definir como dogmas exactamente la Inmaculada Concepción y la infalibilidad papal, en una época tremendamente racionalista y democrática, parecía una verdadera locura.
Por esto mismo, una inmensa conmoción se levantó en los propios medios católicos cuando se conoció la deliberación del Pontífice. Se discutió ampliamente. Y para ser objetivo, manda la verdad que se diga, que la oposición fue tan fuerte que casi la totalidad de los obispos franceses se opuso claramente a la definición de aquellas dos verdades de Fe.
¿Por qué esto? ¿Por qué discordaron de ellas? Porque les parecía que, con el espíritu desviado del siglo XIX, el redil sólo podría ser atraído con una larga sonrisa de concesión y de tolerancia; que no es con golpes de audacia sino con una invariable blandura que se consigue la conversión de las masas; que sería una locura de las más declaradas, procurar desafiar el espíritu público. Realmente, con esta actitud osada, todos se irritarían y se confirmarían en el error. Sería necesario contemporizar y conquistar por la persuasión y por la dulzura. Sólo esta táctica sería viable.
En el Concilio Vaticano I, se reunió la Santa Iglesia a través de sus Obispos, iluminados por el Espíritu Santo, y además de la cuestión doctrinaria, este gran problema de estrategia fue discutido. La verdad, era tal vez la primera ocasión en que este problema estratégico se presentaba al examen del Episcopado con tanto rigor, después del Concilio Tridentino.
Los hechos parecían darles entera razón a los Obispos de opinión contraria al Papa. Una conmoción inmensa se levantaba por Europa. Las apostasías se multiplicaban. Las discusiones en el Concilio eran largas y apasionadas. En último análisis, junto con la cuestión doctrinaria, se discutía el siguiente problema:
1- un gesto de vigor tendiente a preservar a las masas del error, ¿conseguirá realmente inmunizar los elementos no contagiados?
2- ese gesto, ¿no tendrá como consecuencia exacerbar los espíritus que vacilan, y llevarlos a la herejía?
3- sobre todo, ¿no producirá este el efecto de arraigar en el error, individuos que podrían tal vez, por la persuasión, ser conducidos a la Verdad?
A la primera cuestión, el Concilio respondió “sí”. A las otras dos, dijo “no”. Este fue el significado de la promulgación solemne de aquellos dos grandes dogmas.
Aparentemente, el Concilio erraría. Continuaba la irritación de la incredulidad. El Arzobispo de París fue asesinado en plena Catedral, por un individuo irritado por el dogma de la Inmaculada Concepción. Ríos y ríos de tinta se gastaron para probar que el Concilio era retrógrado y oscurantista. Ruy Barbosa escribió su famoso “El Papa y el Concilio”. La rebelión contra la Iglesia era franca y declarada...
Mientras, los resultados esperados por el Concilio no se hicieron esperar mucho.
En primer lugar, todos los católicos militantes dieron su adhesión incondicional. En el seno del pueblo, las verdades definidas por la Iglesia fueron aceptadas gracias al vigor con que la Iglesia las promulgara. Hasta en los círculos intelectuales, dicho vigor con el que actuara el Papa le atrajo el respeto general, y todo el mundo comenzó a respetar e interesarse por una Iglesia dotada de tal vitalidad. El racionalismo y el modernismo fueron decayendo gradualmente. Y, hoy en día, la Iglesia aplastó con su vigorosa autoridad el dragón que amenazó devorarla en el siglo XIX.
Evidentemente, nadie puede negar el alcance de este acontecimiento histórico. Yerran los que condenan las manifestaciones vigorosas de la Fe, y que juzgan imprudente y contraproducente cualquier gesto de firmeza y de vigor combativo de los hijos de la Luz contra los hijos de las tinieblas.
El triunfo formidable y definitivo de Pio IX así lo demuestra. A lo que quedó dicho recién, sólo una acotación tenemos que agregar. Y es que si el modernismo y el racionalismo fueron enfrentados y aplastados en su forma incipiente, ellos aún se disimulan bajo la forma de mil errores distintos, y necesitarán aún ser vigorosamente combatidos. Fue para la extirpación de estos y otros errores, que Pio XI constituyó la Acción Católica. Y a nosotros, sólo nos cabe apoyarla y prestigiarla con todas nuestras fuerzas, para que ella realice hoy lo que ya en el siglo XIX realizó el magnífico golpe de fe del Papa Pio IX.
Plinio Correa de Oliveira
(Legionario, 11/12/1938)
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