Iniciativa Apostólica
El Inmaculado Corazón de María triunfará

 






En Lourdes, la Santísima Virgen manifestó que el medio por el cual el mundo podía apartarse de los flagelos divinos que penden sobre él, es mediante el arrepentimiento y la conversión: ¡Penitencia, penitencia, penitencia! dijo la Madre de Dios, el 24 de febrero de 1958 a Santa Bernadette, además de pedirle que rece por la conversión de los pecadores.

El Tercer Secreto de Fátima nos presenta a un ángel con una espada de fuego, dispuesto a lanzar sus llamas contra la humanidad reunida a la vista de Nuestra Señora. La Virgen María, con el fulgor que salía de sus manos extingue ese fuego, pero “el ángel, señalando la tierra con su mano derecha, con voz fuerte dijo: ¡Penitencia, Penitencia, Penitencia!” La escena siguiente es la de una ciudad semi destruida.
Ante eso la interpretación parece obvia: la humanidad se está mereciendo un castigo de proporciones apocalípticas. Para evitarlo, el ángel muestra la solución: 
“¡Penitencia, Penitencia, Penitencia!”.
Fue concedido, pues, a la humanidad, un tiempo para hacer penitencia, la cual, si no es hecha, acarreará un mundo semi destruido.



Pero el sendero de la penitencia es precisamente el que mundo actual, agobiado por crisis de toda índole, inclúyase una muy profunda crisis en la Iglesia, y otra sanitaria, la pandemia del Covid 19, no quiere tomar.
En Fátima, la Santísima Virgen en Fátima tenía muy en vista el estado concreto del mundo en nuestros días. ¿Habrá algún sentido especial que dar a la penitencia que podamos hacer, frente a la actual situación de la sociedad moderna? —La respuesta es Sí.

En su primera aparición, el día 13 de mayo de 1917, preguntó a los videntes: “¿Quieren ofrecer a Dios, para soportar todos los sufrimientos que os quiera enviar en reparación por los pecados con que Él es ofendido y de súplica por la conversión de los pecadores?”  “Sí, queremos” — respondió Lucía. Nuestra Señora continuó: “Irán, pues, a sufrir mucho, pero la gracia de Dios será vuestra fortaleza”.

Es importante observar cómo María Santísima considera el sufrimiento, aceptado por amor de Dios, como valioso para la conversión de los pecadores. Ella misma insistirá sobre esta idea en las siguientes apariciones. En la cuarta aparición llegó a decir: “Rezad, rezad mucho y haced sacrificios por los pecadores, que muchas almas se van al infierno por no haber quién se sacrifique y pida por ellas”.

La penitencia consiste en una privación que nos imponemos voluntariamente, o en un sufrimiento que se abate sobre nosotros, y que aceptamos por amor de Dios. En último análisis, consiste en una participación en los sufrimientos de Nuestro Señor Jesucristo, en su Pasión y Muerte en la Cruz.

San Pablo decía: “Ahora me alegro de mis sufrimientos por vosotros: así completo en mi carne lo que falta a los padecimientos de Cristo” (Col 1, 24). Es decir, Jesucristo quiso asociarnos a los méritos infinitos de su Pasión, invitándonos a cargar la Cruz junto con Él, así como el Cireneo lo hizo en la subida al Calvario. Con nuestros sufrimientos —aunque sean de pequeño valor— unidos a los de valor infinito de nuestro Redentor, nuestros pecados son perdonados (claro está, que esto no excluye la confesión sacramental hecha al sacerdote en el caso de los pecados mortales), así como ayudamos a pagar las culpas de los demás hombres.

Pero además, Dios nos exige otra penitencia, quizás más importante en nuestros días: consiste en enfrentar los errores y pecados de la sociedad moderna.

La causa dominante de la presente situación de pecado es el proceso revolucionario que tiene sus raíces hacia el final de la Edad Media con el advenimiento del Renacimiento. Y una de sus manifestaciones más protuberantes es la laicidad del Estado, que destronó a la Santa Iglesia de su lugar de Reina, a que tenía derecho como la única y verdadera Iglesia instituida por Nuestro Señor Jesucristo. En consecuencia, sus leyes no se imponen más sobre toda la sociedad, que pasa a impugnar los principios fundamentales de su moral, y hasta de la ley natural, de la cual la Iglesia es guardiana.

La familia, célula básica de la sociedad, está hecha pedazos: el matrimonio religioso, cuando aún se realiza, es precedido por el “enamoramiento”, que ya es considerado como detentor de todos los derechos del matrimonio legítimo. Las “parejas” más conservadoras aún usan el anillo en la mano derecha, presentándose como antiguamente lo hacían los novios, a la espera del matrimonio religioso que está por realizarse. Pero viven en una unión de hecho…

La anticoncepción se generalizó, no sólo dentro del matrimonio, sino ya en el período del “enamoramiento”, y hasta entre adolescentes que ni siquiera tienen la edad legal para casarse.

Como esta situación da origen a embarazos precoces, presentan como solución el aborto, cuya legalización pasa a ser reivindicada de la forma más amplia posible.

En ese contexto de liberación total, no debe sorprendernos que el homosexualismo pase a exigir derechos de ciudadanía, y comiencen a ser aceptados por la sociedad “parejas” de dos padres o de dos madres. Y hasta se pretende que quien se oponga a ello tenga su libertad de opinión coartada y sea condenado por “crimen de homofobia”.

Para completar el cuadro de las abominaciones, las personas mayores que persistan en vivir mucho o los enfermos que den mucho trabajo, ¡corren el riesgo de ser eliminados por la eutanasia!

Frente a este panorama, ser católico exige el sufrimiento de no tolerar los errores del mundo moderno; exige una actitud de heroísmo, la valentía de decir “¡estoy en contra!”, “¡no lo acepto!”:

— ¡No acepto el enamoramiento como equivalente al matrimonio!

— ¡No acepto el matrimonio civil como equivalente al matrimonio religioso!

— ¡No acepto la anticoncepción dentro o fuera del matrimonio!

— ¡No acepto el “matrimonio” entre personas del mismo sexo!

— ¡No acepto el aborto en ningún caso!

— ¡No acepto la eutanasia!

Ésta es la penitencia más importante que el Mensaje de Fátima exige de nosotros, para evitar el cataclismo anunciado.

En síntesis, esa penitencia se traduce en la valentía de enfrentar al mundo, en la valentía heroica de decir:

— ¡Yo persevero en la fe en Dios!

— ¡Yo persevero en la fe en Nuestro Señor Jesucristo, Hijo de Dios y de la Virgen María!

— ¡Yo persevero en la fidelidad a las enseñanzas de la Santa Iglesia Católica Apostólica Romana, fundada sobre la roca de Pedro y perpetuada por sus legítimos sucesores! ¡Que la Santísima Virgen me ayude! 

Monseñor José Luis Villac*


Fuentes: 
Revista Catolicismo
Tesoros de la Fe

Monseñor José Luiz Villac


*Monseñor José Luis Marinho Villac, nació en São Paulo, el 26 de julio de 1929. Sus padres, católicos ejemplares, lo orientaron desde muy temprano hacia el servicio de la Iglesia. La Cruzada Eucarística, la Congregación Mariana del Colegio San Luis, en la capital paulista, el grupo de amigos formado por Plinio Corrêa de Oliveira, y el Seminario de San Leopoldo, en Río Grande del Sur, fueron las etapas de su formación religiosa, coronada con su solemne ordenación sacerdotal el 1 de diciembre de 1597 en Jacarezinho, Paraná. Inició así, una larga trayectoria de 60 años de celo apostólico y de dedicación a la causa en defensa de la Santa Iglesia y de la Civilización Cristiana.

Monseñor Villac fue un verdadero y celoso sacerdote de Nuestro Señor Jesucristo. Reflejaba una profunda vida interior, cercando su persona y sus actos de una gravedad conveniente a su ministerio. Fue un confesor inflexible, director espiritual, administrador y rector de seminario, atendía a todos, orientándolos, aliviándolos y estimulándolos a tomar las vías de Dios.

Desde 1996, fue destacado y apreciado colaborador de la revista católica brasileña, Catolicismo. Su sección La Palabra del Sacerdote, publicada mensualmente, fue de las más leídas, constituyéndose en un  verdadero curso de doctrina católica y de respuesta a preguntas de sus lectores.

Merece especial destaque su particular relación con Plinio Corrêa de Oliveira, su padrino de Ordenación Sacerdotal, y con quien estableciéndose entre ambos, una profunda afinidad de pensamiento y de propósitos, que duraría toda la vida. El Dr. Plinio tenía en su ahijado, una gran confianza como confesor y orientador de conciencias, y a él recorrió en innumerables ocasiones para resolver cuestiones canónicas o espirituales. Monseñor reconoció en el líder católico brasileño, la vocación princeps de denunciar la Revolución anticristiana y de emprender la Contra-Revolución, una visión referente para toda acción apostólica en nuestra época. Por una feliz disposición de la Providencia, el admirable sacerdote fue quien le administró, en octubre de 1995, los últimos sacramentos a su padrino de Ordenación Sacerdotal. Monseñor José Luis Villac falleció el 27 de octubre de 2018, a los 89 años.

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