Continuación del artículo anterior Enfermedad y muerte de la Venerable Madre Mariana de Jesús Torres
El obispo había ordenado que se le avise de inmediato cuando la Madre Mariana se haya agravado pues quería él personalmente administrarle los últimos Sacramentos y asistir en la muerte a aquella criatura verdaderamente justa y acrisolada durante toda la vida por el fuego más riguroso y altivo de la tribulación. Infelizmente, ese día el prelado amaneció con fiebre y lamentó profundamente no poder acudir al Convento.
Por tal motivo, tan noble tarea recayó en manos del Padre Anguita, quien presuroso se puso en marcha rumbo al Monasterio de la Concepción, acompañado del Padre Guardián.
Luego de entrar a la clausura por el coro inferior, el misionero franciscano confesó a la santa enferma. El claustro estaba exuberantemente adornado con guirnaldas y cortinas y el suelo revestido de flores. Se percibía un aroma del Cielo, el fervor del espíritu aumentaba y se sentía una paz celestial.
En la celda en que se encontraba agonizante la Madre Mariana, se había improvisado un modesto pero bello altar. Encima del mismo, fue colocado un Cristo grande de la Agonía que inspiraba devoción, ternura y amor, elevaba el espíritu e inculcaba en el alma el desprecio por las cosas terrenales, en sí mismas banales y perecibles, evocando las palabras de Salomón: "Vanidad de vanidades, todo es vanidad y aflicción de espíritu. Amar y servir a Dios es lo único que vale" (Ecles. 1,2).
Los dos sacerdotes conducían en procesión al Santísimo Sacramento por los pasillos del Claustro rumbo a la enfermería, iniciando así tal dolorosa y conmovedora ceremonia.
Para acompañar el recorrido de Su Majestad, doce religiosas entonaron el "Pange Lingua" con primor, pareciendo un coro de espíritus angélicos.
La procesión entró finalmente en la celda, mientras la Madre Mariana aguardaba al Esposo Celestial como la virgen prudente con la lámpara en la mano. Su lámpara estaba adornada con las virtudes heroicas y sólidas, practicadas durante sus casi sesenta años de vida monástica. Lámpara encendida vigorosamente por el fuego del ardiente amor a Dios y al prójimo, por quien muchas veces se ofreció como víctima para alcanzarle la conversión y la salvación; lámpara provista de suficiente aceite del sacrificio y del completo abandono a la voluntad de Dios.
Esperaba ansiosa al Dios de su amores, con el rostro cubierto con el velo de la clausura, y cuando escuchó el tañido de la campanita entonó con primor y melodía el cántico "Ven Hostia Divina", que enfervorizaba el alma de los allí presentes y los llenaba de santas emociones.
Terminado el canto, y con el Santísimo Sacramento ya en el Altar, los sacerdotes se aproximaron a la enferma, acompañados de la Madre Abadesa y de la Congregación del Convento. El Padre Guardián le dirigió las siguientes palabras inolvidables:
"Madre Mariana de Jesús, llegó el gran momento de tu partida. Darás el gran salto del tiempo hacia la eternidad, del cual depende tu felicidad o desgracia eterna. Para darte fuerza y valor en este momento supremo, viene Jesucristo en persona, veladamente bajo las especies sacramentales, para entrar en tu pecho y tomar asiento en tu corazón, y en él ser tu escudo y defensa contra la astucia diabólica, que redoblará su furor para perderte.
"Pero no temas, ¡Esposa predilecta del Cordero Divino!
"Es propio de la naturaleza humana errar y delinquir. Al despedirte de tus numerosas hijas aquí presentes, te ordeno, en nombre y virtud de la santa obediencia — para que sea más meritorio este último acto de humildad — que pidas perdón por las faltas que pudiste haber cometido en tu vida, dando así algunos malos ejemplos. Para esto únete a Jesucristo, y unida a Él, habla, Madre y hermana, habla".
Una vez proferidas las palabras del Padre, la santa enferma respondió: "¡Sí, Padre mío, sí! -¡Esto lo he deseado inmensamente!". Y mandó a traer un envoltorio suyo que contenía entre otras cosas, una cuerda negra llena de nudos que luego se la puso en el cuello, y siendo ayudada por la madre enfermera se arrodilló, juntó las manos al pecho y dijo:
"Madres e hijas queridas, termina por fin mi triste destierro. Dentro de poco ya no me escucharán pues seré como un cadáver inanimado. Escuchen entonces las penúltimas palabras de ésta su hermana, que aquí arrodillada en el lecho de la muerte, con las manos unidas al pecho y con la cuerda colgada en el cuello como culpable, les pide por caridad y bondad, perdón por todos los malos ejemplos que les di durante mi larga vida.
"Yo debería ser un modelo de santidad y perfección religiosa, por el hecho de ser una de las Fundadoras de este querido Convento y la única que resta de las Madres antiguas que las más jóvenes ni siquiera conocieron, pero mi debilidad y maldad me impidieron ser lo que debería. Perdónenme, les ruego mil veces.
"Y ahora, les hablaré de un mejor modo: no imiten mis malos ejemplos. Demuestra grandeza de alma y gran virtud religiosa, quien perdona el mal ejemplo y el mal proceder de una hermana que se humilla y pide perdón en el momento supremo de la muerte. Rueguen por mí y no olviden cuanto sufrí y trabajé para sustentar y conservar la observancia de la Regla del Convento. Esto se los suplico postrada a los pies de cada una".
Terminada esta conmovedora exposición, el Padre dijo emocionado: "Madre, tus hijas y hermanas te perdonan y te aman, y te ruegan que no las olvides en el Cielo. Tampoco te olvides de tus hermanos, los Padres Menores".
La Madre Mariana respondió:
"Humildes y reconocidas gracias doy al Autor de todo bien, y a Ustedes Padres.
"Muero en el seno de la Santa Iglesia Católica, Apostólica, Romana, confesando y creyendo todos los Misterios, Verdades y Dogmas que Ella cree, confiesa y manda".
Después, y como último favor y caridad, pidió que se le permita morir postrada en el piso como lo hizo San Francisco de Asís. Luego de un rato de postración, se le ayudó a arrodillarse y enseguida con las manos juntas pegadas al pecho, comulgó con un fervor que edificaba.
Finalmente, el Padre Guardián le ordenó quitarse el velo con el que cubría su rostro pues quería proceder cómodamente con la unción de sus sentidos. Su cara ya no estaba pálida sino más bien rosada. Sus ojos azules y vivos exprimían dulzura y tranquilidad, manifestando que su alma era posesión de Dios, a quien nada perturba ni espanta.
Luego de un breve receso, la Madre Mariana preguntó por la hora, le respondieron que era pasada la una de la tarde. Pidió entonces que toquen la campana de la Comunidad.
Al escuchar el toque grave, todas las monjas se reunieron y se colocaron alrededor de la santa Fundadora, quien, luego de leerles su Testamento, les dijo:
La Comunidad quedó arrodillada delante de ella, que respiraba con mucha dificultad. Su rostro era como una rosa y bella su fisonomía.
Su vitalidad era escasa, sin embargo se dirigió a los padres en voz baja:
"Padres y hermanos míos, es hora de partir, encomienden mi alma con sus oraciones, les agradezco por todo. Les ruego que cuiden siempre de este Convento y de sus hermanas. Muero jubilosa y tranquila en los brazos de mi Madre, la Orden Seráfica.
Terminadas estas palabras, el Padre Anguita le hizo besar un Cristo pequeño usado en sus misiones y se lo colocó en las manos. Ella lo estrechó fuertemente junto a su corazón.
Cuando los sacerdotes terminaron las oraciones encomendando su alma, dos grandes lágrimas caían por el rosado rostro de la Madre Mariana y con un suspiro profundo su alma bendita salió del cuerpo, el cual fue siempre templo del Espíritu Santo. No tuvo expresiones de aflicción ni contorsiones.
La campana del reloj público sonaba en aquel momento, las tres de la tarde del memorable día 16 de enero del año del Señor de 1635. A los 72 años de edad, se apagaba en la tierra la lámpara preciosa, para lucir con mayor esplendor en la Jerusalén celestial.
¡Así viven y mueren los santos!
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