Los dos papas y el misterio de la Iglesia
Por Roberto de Mattei
Este año 2023 proyecta hacia el futuro una imagen totalmente inédita: los funerales de un papa presididos por otro pontífice. Una imagen que afecta la esencia misma del papado, que Jesucristo quiso uno e indivisible.
En una entrevista que concedió a Bruno Vespa el viernes santo de 2005, cuando todavía era prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, el cardenal Josef Ratzinger afirmó que el pontificado es un cargo único que da el Señor y sólo él puede retirar. Sin embargo, ocho años más tarde, el 11 de febrero de 2013, el anuncio de su abdicación cayó como un rayo en un cielo sereno, según la comparación que hizo el cardenal decano del momento, Angelo Sedano. Hay quienes están convencidos de que la renuncia al pontificado por parte de Benedicto obedeció a presiones de diversa índole de que habría sido objeto. Pero Benedicto, en sus Últimas conversaciones con Peter Seewald recalcó: «Todo eso es enteramente absurdo. Nadie intentó chantajearme. Yo tampoco me habría prestado a ello». Siempre ha repetido que la decisión la tomó con plena y consciente libertad.
¿Fue el debilitamiento psicofísico el motivo de la abdicación del Sumo Pontífice? Ahora bien, el postpontificado de Benedicto ha durado diez años, más que su pontificado, y con sus 95 años de edad ha sido el papa más longevo de la historia de la Iglesia. No sólo eso: Benedicto ha utilizado el título de papa emérito, y ha seguido vistiendo sotana blanca e impartiendo bendiciones apostólicas, dando a entender con ello que había una diarquía pontificia. Luego, el papa dimisionario fallece y su sucesor celebra las exequias, pero también está enfermo, en silla de ruedas, y su pontificado se acerca a su fin. Una luz crepuscular parece cernirse sobre la Iglesia. ¿Cómo se puede negar un debilitamiento objetivo de la institución del papado, que hasta los fieles de a pie perciben?
A todo lo que hizo Benedicto XVI en sus ocho años de reinado se sobrepone el recuerdo de lo que no hizo en los diez años siguientes, dominados por la imagen de dos pontífices que los medios de prensa nos presentan en una poco menos que simbiótica sintonía. Con todo, primero estuvo el papa de la hermenéutica de la continuidad y los principios no negociables, el restaurador de la liturgia, el crítico de la dictadura del relativismo y el defensor de Occidente; luego, el papa que no soporta a los tradicionalistas y aprecia a los teólogos progresistas; el de la apertura a los homosexuales y los divorciados vueltos a casar; el papa del ecologismo, la inmigración y el Tercer Mundo. Si estas dos maneras de presentar el Evangelio al hombre de hoy han suscitado entre los fieles controversias doctrinales y hasta canónicas, se ha debido también a una cohabitación en el Vaticano que parecía proponer que se tomara partido por uno de dos bandos enfrentados, olvidándose que la historia de la Iglesia ha conocido disparidades, incluso muy marcadas, entre pontífices. Sucedió por ejemplo con León XIII y San Pío X, o entre Pío XII y Juan XXIII. Los papas son humanos, y no hay que poner de relieve sus diferencias hasta el extremo de imaginar que hay actualmente dos iglesias enfrentadas, la de Benedicto y la de Francisco, porque como sólo hay un vicario de Cristo, hay una sola Iglesia Católica, apostólica y romana.
En todo caso, el misterio permanece y es preciso afrontarlo con reflexión y oración y no con el estruendo de los medios informativos. El verdadero filósofo cristiano posee aquello que el padre Réginal Garrigou-Lagrange (1877-1964) llamaba sentido del misterio, es decir, el ser consciente de no saber explicarlo todo rigurosamente por medio de la razón. Aunque la fe católica es razonable, la razón se detiene en el umbral de lo incomprensible. Por eso, si bien la fe católica rechaza el fideísmo, o sea la voluntad de creer contra la razón, condena igualmente ese semirracionalismo que impone a la razón el deber de explicar la fe en su totalidad.
Otro gran teólogo, el padre Matthias Scheeben (1835-1888), en una célebre obra titulado Los misterios del cristianismo, afirma que «cuanto más grande, sublime y divino es el cristianismo, tanto más debe ser forzosamente su contenido insondable, indemostrable y misterioso». De todos modos, explica, si no somos capaces de penetrar el misterio, ello no se debe al misterio mismo, que es una verdad de por sí luminosa, sino a la debilidad de nuestra mente. Los misterios son verdades que escapan a nuestra mirada; no por una oscuridad intrínseca, sino por un exceso de sublimidad y belleza a las que no se puede acercar el más agudo ojo humano sin quedar ciego. En unas palabras pronunciadas el 21 de noviembre de 2012, Benedicto XVI recordaba que «el misterio no es irracional, sino sobreabundancia de sentido, de significado, de verdad. Si, contemplando el misterio, la razón ve oscuridad, no es porque en el misterio no haya luz, sino más bien porque hay demasiada».
Entre los misterios del cristianismo, de los cuales se ocupa la teología, está el de la Iglesia. Misterio, afirma también Scheeben, grande y maravilloso por su naturaleza, estructura, virtud y actividad. Tal vez más que nunca en este momento histórico el misterio envuelve al Cuerpo Místico de Cristo, realidad humana y divina al mismo tiempo, y por tanto superior a la fragilidad de la mente humana. Benedicto XVI, o más sencillamente Josef Ratzinger, ha muerto el 31 de diciembre, último día del año, en el que la Iglesia conmemora a San Silvestre (324-336), primer papa de la era constantiniana. En estos momentos de preocupación e incertidumbre, nos dirigimos a San Silvestre con las palabras de dom Prosper Guéranger (1805-1875): «¡Oh Pontífice de la Paz, desde la tranquila morada donde descansas, mira a la Iglesia de Dios, agitada por las más espantosas tormentas, y pide a Jesús, el Príncipe de la Paz, que ponga fin a tan crueles revueltas. Dirige tus miradas hacia esa Roma que amas y que guarda con tanto cariño tu recuerdo; ampara y dirige a su Pontífice. Haz que triunfe de la astucia de los políticos, de la violencia de los tiranos, de las emboscadas de los herejes, de la perfidia de los cismáticos, de la indiferencia de los mundanos, de la flojedad de los cristianos. Haz que sea honrada, amada y obedecida; que resuciten las grandezas del sacerdocio; que el poder espiritual se emancipe; que la fortaleza y la caridad se den la mano y que, por fin, comience el reino de Dios sobre la Tierra para que no haya más que un solo rebaño y un solo Pastor. Vela, oh Silvestre, por el sagrado tesoro de la fe que tú guardaste con tanta integridad; triunfe su luz de todos esos falsos y atrevidos sistemas que surgen por doquier como fantasías de la soberbia humana. Sométase toda inteligencia creada al yugo de los misterios, sin los cuales la humana sabiduría no es más que tinieblas; reine, por fin, Jesús, Hijo de Dios e Hijo de María; reine por medio de su Iglesia en los espíritus y en los corazones».
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